El primer jeique dijo:
“Sabe, ¡oh gran
efrit! que esta gacela era la hija de mi tío, carne de su carne y sangre de mi
sangre. Cuando esta mujer era todavía muy joven, nos casamos, y vivimos juntos
cerca de treinta años. Pero Alah no me concedió tener de ella ningún hijo. Por
esto tomé una concubina, qué, gracias a Alah, me dio un hijo varón, más hermoso
que la luna cuando sale. Tenía unos ojos
magníficos, sus cejas se juntaban y sus miembros eran perfectos. Creció poco a
poco; hasta llegar a los quince
años. En aquella época tuve
que marchar a una población lejana, donde reclamaba mi presencia un gran negocio
de comercio.
La hija de mi tío, o
sea esta gacela, estaba iniciada desde su infancia en la brujería y el arte de los encantamientos. Con la ciencia de su magia
transformó a mi hijo en ternerillo, y a su madre, la esclava, en una vaca, y los
entregó al mayoral de nuestro ganado. Después de bastante tiempo, regresé del
viaje; pregunté por mi hijo y por mi esclava, y la hija de mi tío me dijo: “Tu esclava ha muerto, y tu hijo se escapó
y no sabemos de él.” Entonces, durante un año estuve bajo el peso de la
aflicción de mi corazón y el llanto de mis ojos.
Llegada la fiesta
anual del día de los Sacrificios, ordené al mayoral que me reservara una de las
mejores vacas, y me trajo la más gorda de todas, que era mi esclava, encantada
por esta gacela. Remangado mi brazo, levanté los faldones de la túnica, y ya me
disponía al sacrificio, cuchillo en mano, cuando de pronta la vaca prorrumpió en
lamentos y derramaba lágrimas abundantes. Entonces me detuve, y la entregué al
mayoral para que la sacrificase; pero al desollarla no se le encontró ni carne
ni grasa, pues sólo tenía los huesos y el pellejo. Me arrepentí de haberla
matado, pero ¿de qué servía ya él arrepentimiento? Se la di al mayoral, y le dije: “Tráeme un becerro bien gordo.” Y me trajo a mi hijo
convertido en ternero.
Cuando el ternero me
vio, rompió la cuerda, se me acercó corriendo, y se revolcó a mis pies, pero
¡con qué lamentos! ¡con qué llantos! Entonces tuve piedad de él, y le dije al
mayoral: “Tráeme otra vaca, y deja con vida este ternero.”
En este punto de su
narración, vio Scháhrazada que iba a amanecer, y se calló discretamente, sin
aprovecharse más del permiso. Entonces su hermana Doniazada le dijo: “¡Oh
hermana mía! ¡Cuán dulces y cuán sabrosas son tus palabras llenas de delicia!”
Schahrazada contestó: “Pues nada son comparadas con lo que os podría contar la
noche próxima, si vivo todavía y el rey quiere conservarme.” Y el rey dijo para
sí: “¡Por Alah! No la mataré hasta que haya oído la continuación de su
historia.”
Luego marchó el rey
a presidir su tribunal. Y vio llegar al
visir, que llevaba debajo del brazo un sudario para Schahrazada, a la cual creía
muerta. Pero nada le dijo de esto el rey, y siguió administrando justicia,
designando a unos para los empleos, destituyendo a otros, hasta que acabó el
día. Y el visir se fue perplejo, en el colmo del asombro, al saber que su hija vivía.
Cuando hubo terminado
el diván, el rey Schalhriar volvió a su palacio.
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